jueves, 1 de mayo de 2008

Aplausos...

Ayer fui testigo de una lluvia de aplausos que me hacen dudar de nuestra especie... ¿A quién? ¿Por qué?
Durante el tenso encuentro sostenido con las autoridades para aclarar el asunto de nuestros programas de estudios, ocurrió un incidente sospechoso y desagradable. Sospechoso porque me hace sospechar que la tan mentada capacidad crítica de algunos alumnos no existe; desagradable, porque parece confirmar mis sospechas.
No estoy en contra de los reclamos de la mayoría. Al contrario: los alumnos tenemos derecho a elegir las materias a cursar según convenga a nuestras líneas de investigación e intereses. Y el reglamento interno debe ser respetado, tanto por la dirección como por la burocracia universitaria. Es ridículo querer regresar a cuatro generaciones de exalumnos a cursar la licenciatura cuando muchos ya no viven en Morelia, han desarrollado con mayor o menor éxito su actividad profesional o cursan un posgrado.
El problema es otro. El problema es que algunas voces han decidido explotar la situación en su provecho y hacer que todo cambie para que siga igual; confunden y dividen lo que debería asumirse como un movimiento unificado, desviando el objetivo primordial de la defensa de nuestros derechos hacia una cacería absurda de cabezas disidentes.
Primero habló un payaso a quien, espero, se le haya aplaudido por la razón que uno les aplaude en la plaza. Habló del principio constitucional de no retroactividad, que en este caso no existe, porque el Reglamento General de Exámenes es anterior a la creación de nuestra escuela. Luego, un maestro calumnió a otro porque, según él, es responsable de haber provocado el problema con una redistribución de créditos. En este caso el aplauso me asusta: implica que la cerrazón ideológica gana sobre el diálogo, que seguimos encerrados en la falacia del principio de autoridad, que estamos tan hartos de la incertidumbre que hemos terminado por acostumbrarnos a idealistas inhumanos (¿por qué bestias como Chávez y Aznar despiertan afectos enconados; o, más cerca de nosotros, los igualmente bestiales Fox y López Obrador?) y hasta a admirarlos.
Aclaremos el discurso, como he solicitado desde un principio. El problema es muy simple: para crear la escuela hizo falta un reglamento interno y un plan de estudios. Este era inicialmente mixto; contemplaba lo mismo la currícula por materias que exige el Reglamento General de Exámenes que la currícula por créditos que empieza a ser usual en todas las universidades del país y que predomina en el extranjero. Ya desde entonces empezaron los problemas, en aquellos tiempos en que nuestra directora era la doctora Blanca Cárdenas. Para solucionarlo, una de las últimas acciones que impulsó -con apoyo del entonces secretario académico, el Doctor Juan Carlos González- fue la reforma de los planes de estudios, consistente en la delimitación de las terminales (con objeto de formar sólo investigadores) y en la conversión de la currícula entera a un sistema flexible de créditos, siendo necesarios un mínimo de 330 y un máximo de 370.
Luego llegó la administración de Paz Hernández, la presente, y se decidió hacer tan sólo una redistribución de los créditos disponibles dentro del marco legal para incrementar el número de egresados y la exploración de posibilidades teóricas que algunos catedráticos negaban, pues el caso era que en las materias metodológicas nos limitábamos a revisar una sola corriente de pensamiento e intentar digerir el recetario prescrito para después aplicarlo como Dios (o la suerte, o los dioses, como agnóstico no me importa) nos diera a entender, sin recibir respuesta a nuestros cuestionamientos y sin ser tomados en serio cuando arriesgábamos una nueva propuesta., a nuestro juicio más adecuada para dar cuenta de los fenómenos estudiados.
Eso es todo. No caigamos en el error de pedir cabezas que no conocemos, ni de acusar sin más evidencia que un rumor, y mucho menos de lanzar piedras sin siquiera conocer el recorrido histórico de nuestra pobre legislación interna. La crítica no puede partir de la autoridad del que se ampara en un título para despotricar en el salón de clases, ni de quien machaca el mismo temario una y otra vez en todas las materias.

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